El Zócalo se llenó, una vez más. Como en los viejos tiempos del más rancio priismo, la movilización de las fuerzas vivas inundó las calles y llenó la plancha del Zócalo: sin que fuera un evento partidista, las pancartas, uniformes y globos sobre la multitud se aseguraban de mostrar a la Presidenta la identidad de quiénes habían acudido en su apoyo.
El tránsito es más fluido en el segundo piso, sin lugar a dudas. La concentración sirvió para enviar un poderoso mensaje al interior de su partido, al demostrar una capacidad de convocatoria muy superior a la de su predecesor; el mismo evento, por otro lado, hizo patente la búsqueda desesperada de la atención del hijo del expresidente por la nomenklatura, en momentos en que la polémica en torno a la ley contra el nepotismo sigue generando controversia entre la cúpula. Los grupos en el oficialismo están bien definidos, y han tomado posiciones: el desdén a la mandataria pudo no haber sido algo deliberado, pero la imagen misma refleja las prioridades de quienes estuvieron involucrados.
La concentración fue un acto de poder de la Presidenta a pesar de todo, con un destinatario especial: el mismo que ahora observa, sin poder actuar en público, cómo se rompen las alianzas que cultivó durante décadas tras la entrega incondicional de los 29 criminales que terminaron en poder de EU; el mismo que hoy se resigna al desplazamiento de sus alfiles de las posiciones estratégicas, mientras que las tribus que sólo él pudo controlar alistan, una vez más, los tambores de guerra. El mismo que muy probablemente estuvo inmiscuido en la redacción de un discurso en el que se repitieron sus frases hasta la saciedad, y que no escatimó en elogios hacia su propio gobierno, a sabiendas de que su propia seguridad personal, y su legado, podrían estar en grave riesgo.
Las estrategias se mueven a su propio ritmo, cuando los objetivos son a largo plazo: quien posee un manual para su tarea, sabe muy bien en qué momento apretar los tornillos necesarios para culminarla. La victoria pírrica que celebramos ayer no fue muy diferente a la obtenida por Canadá ante la misma circunstancia, aunque la reacción de los gobiernos durante la crisis haya sido diametralmente opuesta: el presidente norteamericano, mientras tanto, ha medido sus fuerzas y sigue moviendo sus fichas de acuerdo con el manual correspondiente al de un imperio expansionista. La estrategia en contra de Canadá es distinta a la planteada en contra de nuestro país y tendrá sus propios tiempos, aunque algunos momentos confluyan: en cada caso, de la misma manera, los argumentos, recursos y preocupaciones serán completamente distintos.
“El territorio al sur de nuestra frontera está dominado —por completo— por cárteles que asesinan, violan, torturan y ejercen el control total sobre una nación entera, representando una grave amenaza para nuestra seguridad nacional”, afirmó el presidente norteamericano en el emblemático State of the Union del 4 de marzo; las noticias sobre Teuchitlán, y el horror indescriptible de sus hornos crematorios, comenzarían a circular más tarde. Nos faltaban 43 en el 2014: once años más tarde, y tras cientos de miles de muertos fruto de repartir abrazos, resulta imposible soslayar los 400 pares de zapatos que aún tienen una historia cuya autoría pertenece a una organización criminal ahora considerada como terrorista. La historia de un Estado fallido, y —por mucho— rebasado: “Hemos reducido los homicidios dolosos en todo el país en casi 15%”, afirmó la mandataria mexicana en su gran momento, mientras se desgranaban los aplausos de las fuerzas vivas. “Y no olvidemos lo que es nuestra esencia: la paz y la seguridad son fruto de la justicia”, remataría, triunfante.
Las estrategias se mueven a su propio ritmo, cuando los objetivos son a largo plazo: quien posee un manual para culminar su tarea, sabe muy bien en qué momento debe apretar los tornillos necesarios para lograrlo. El operario, por lo pronto, parece estar preparado. Y no dudará en apretar, cuando llegue el momento preciso.