En 1997 se le pretendió llamar “Estadio Guillermo Cañedo”, en honor a una figura clave del futbol mexicano y uno de los directivos más influyentes de la FIFA, pero los aficionados desmintieron de inmediato a quienes tomaron esa decisión: su nombre es Estadio Azteca. Si acaso la acepción más aceptada sea la de “Coloso de Santa Úrsula”.
El caso es que hoy, ese inmueble cumple 59 años y prepara los manteles largos para albergar su tercer Mundial el año que entra.
Su origen ocurrió cuando México ganó la candidatura del Mundial del 70, precisamente, sin que existiera aún el imponente estadio.
Ese gran terreno al sur de la ciudad supuso un grave problema para sus constructores, liderados por el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez que, entre otras obras icónicas de la capital, alzó el Museo de Antropología y la Basílica de Guadalupe.
Esas tierras tenían un cantil de roca volcánica que hubo que dinamitar, sumado al fondo lodoso que impidió excavar la cancha un poco más, como se pretendía. Se planeaba inaugurarlo en noviembre de 1964, pero por esas condiciones hasta el 29 de mayo de 1966 se jugó el primer partido, empate de 2-2 entre el América y el Torino.
“El Azteca tiene algo muy especial. Tienes que estar ahí para sentirlo y entenderlo. Es único”, dijo Pelé, el rey del futbol que le pusiera la joya a su corona en la final de México 70, cuando esa inolvidable selección de Brasil, “estereotipo de belleza triunfal”, en palabras de Pasolini, venciera 4-1 a la de Italia.
Pero en México 70, en esa mítica cancha, casa del América, también se jugó “El partido del siglo”, en el que la “Azzurra” dio cuenta por 4-3 a la entonces Alemania Federal. Fue la tarde en la que a Franz Beckenbauer se le dislocó el brazo, por lo que disputó el tiempo extra con un cabestrillo de vendas.
Como técnico del combinado teutón, Beckenbauer regresaría al Azteca, en el partido por el título de México 86, el duelo que consagró a la Argentina de Diego Armando Maradona como campeona del mundo tras vencer 3-2. Una semana antes, Maradona agotó los adjetivos contra Inglaterra gracias a sus dos goles más famosos y contradictorios. Al primero se le llamó “La mano de Dios”, acaso la mayor trampa que se haya visto en los Mundiales. El segundo, “El barrilete cósmico”, según la narración, hecha con el corazón en la mano, del periodista uruguayo Víctor Hugo Morales. La herida por la Guerra de las Malvinas seguía fresca. Maradona hizo lo que mejor sabía hacer.
El juego inaugural de México 70, el 31 de mayo, entre el equipo anfitrión y la Unión Soviética, fue un cero a cero que defraudó a las 108 mil almas que acudieron a disfrutar la victoria de su selección, de acuerdo con el relato de Manuel Seyde en las páginas de Excélsior: “El primer partido del Campeonato Mundial de 1970 había sido de antifutbol”. Antes de ese primer encuentro, la selección mayor había estrenado ese campo, el 12 de junio de 1966, contra el Tottenham, victoria por la mínima diferencia para el club inglés. Vinieron una treintena de amistosos y hexagonales contra combinados de lumbrera como Brasil o Italia y equipos cuya impronta quedó registrada en los diarios, como el Benfica o el Botafogo. Curiosamente, antes de ese duelo mundialista contra la URSS, los soviéticos vinieron a jugar tres veces al Azteca con el mismo resultado: par de roscas con tufo comunista.